miércoles, 16 de octubre de 2013

el amor...

Constantemente uno recibe expresiones del prójimo que rápidamente encuentran un lugar en el catálogo taxonómico de nuestro juicio. Bajo este principio es que frecuentemente me he encontrado pensando en mis ganas de fusilar a diversas personas. Entre mis candidatos favoritos al pelotón, ocupa un muy destacado lugar el autor (anónimo para mí) de una canción que alguna vez escuché en medio de estremecimientos varios y que decía a la letra: "el amor es un chico pequeño, travieso y risueño, amargo y gruñón". Evidentemente, la estrofa representa las capacidades de un badulaque, pero, ¿qué pasa si buscamos mayor respetabilidad? Los resultados son igualmente desalentadores: "Amor: emoción explorada en filosofía, religión y literatura; se puede tratar del amor romántico, el fraternal o el amor a Dios", dice un texto al que acudo en busca de ayuda y que me deja en las mismas. Desde luego una acción desesperada nos puede remitir a una tarjeta de Sanborn´s o (si queremos navegar en el río de la modernidad) a una felicitación virtual, pero el resultado será el mismo, el amor es "entregarlo todo por el que se ama" (Hallmark dixit). Ese es el problema de las definiciones y su acartonamiento: que no son otra cosa que el cumplimiento de nuestra obsesiva necesidad por establecer límites, por acotar con cercas de alambre al mundo que nos rodea. Sin embargo, es obvio que hay diferencias. Si se nos pide definir una silla, tendríamos que sufrir alguna forma benigna de retardo mental o poseer una capacidad intelectual equivalente a la del badulaque inicial, para no expresar con toda claridad que tal artefacto es un invento humano que permite a la gente doblar las rodillas y recargar los glúteos sobre un cuerpo sólido que cuenta con un respaldo con el fin de descansar, que las hay de diversos materiales y tamaños y que su invento se remonta al siglo fulanito de tal. Pero, ¿y el amor? . Parto de una paradoja sin aparente solución; una premisa científica básica es la de precisar inequívocamente el objeto de estudio. "Vamos a estudiar la estructura del ADN", se propusieron Watson y Crick allá por los años 50 y a ello dedicaron su muy valioso tiempo. Sin embargo, al introducir estas líneas he tratado de explicar el berenjenal que significa definir el sentimiento amoroso. Es por ello que el problema adquiere una dimensión que pudiéramos calificar como canija. De cualquier manera considero que algo se puede decir sobre el tema, así es que avanzo procurando no aburrirlo con esta renuncia anticipada. La ciencia, desde el Renacimiento, se propuso una meta y varias formas para alcanzarla. La meta era el progreso entendido como la búsqueda del bienestar común. Las formas son una serie de métodos que se han refinado con los años hasta alcanzar la consistencia de una armadura de tungsteno: medir, repetir, verificar y demostrar en la búsqueda de un concepto enormemente jabonoso: la verdad. Es obvio que este dique tiene flancos; la verdad es una construcción social que se modifica con el paso del tiempo y la adquisición de nuevas convenciones depende en gran medida de un contexto que permita su expresión. Lo que es válido en un momento (aceptar que a Sir Gawain se lo comió un dragón) deja de serlo en la medida que el mundo cambia (la evidencia zoológica de que los dragones no existen y en realidad son el producto de la costumbre de inhalar volátiles por parte de los antiguos). En este sentido, el concepto amoroso ha sufrido modificaciones diametrales desde que el maestro Platón disertó sobre el tema a través de un diálogo. En el Medioevo se crearon leyendas amorosas que idealizaban el adulterio, como la del Rey Arturo, ornamentado por su amigo Lanzarote, y Shakespeare nos legó tragediones que harían palidecer los casos de la vida real que nos ofrece cotidianamente la señora Pinal. Los filósofos también han cortado tela y han definido al amor como una carencia, también como un proceso que se enfrenta dialécticamente con el odio y como una posibilidad sublime de expresar sentimientos hacia otros. Ante estos procesos los hombres de ciencia han guardado siempre un prudente silencio. La aproximación de menor riesgo con la que los científicos han enfrentado al amor es evidentemente paramétrica y basada en indicadores medibles. Los psicólogos reconocen tres emociones básicas: el amor, el miedo y el enojo, y las definen como reacciones ante diversos estímulos que se manifiestan en la forma de cambios fisiológicos, como el aumento de la frecuencia cardiaca, sudoración o alteraciones en la temperatura. Este acercamiento tiene riesgos; en la búsqueda de causalidad, los trabajos científicos modernos han tratado de establecer correlaciones entre variables aparentemente sin conexión alguna. Los anestesistas, por ejemplo, sufren menos ataques cardiacos que el resto de los médicos, según un estudio reciente. De la misma manera se puede hacer una encuesta en un hospital y preguntar a todos los que salen vivos de una peritonitis si están enamorados y, en caso de que la respuesta sea negativa, concluir que un antídoto contra la enfermedad es no dejarse llevar por los tañidos del amor. Asimismo, se puede buscar la zona límbica responsable del amor (que puede ser del tamaño de un chícharo) y tratar de manipularla con el fin de curar lo que los clásicos como Cuco Sánchez llaman "el mal de amores". (Imaginar en este momento a Marco Antonio plagado por electrodos que se conectan a una terminal mientras besa a Cleopatra). Lo mismo que ninguna ciencia puede anticipar el lado de una moneda que quedará sobre el piso al lanzarla debido a la carga multifactorial de este evento, sería muy poco razonable pretender que el amor se explicara debido a razones binarias o simples de aislar. Se vuelve obvio entonces que estamos rozando los límites de lo absurdo, pero ¡atención! El hecho de que neguemos una aproximación de rata de laboratorio hacia los efluvios amorosos no quiere decir que éstos no existan. No se me ocurre que ningún científico razonable niegue el hecho de que el amor está presente en nuestras vidas simplemente porque no se puede aproximar metódicamente a él. De hecho, creo que debemos agradecer estos límites que nos muestran que la ciencia -esa gran dictadora- tiene cotos, y que esos límites nos permiten suponer, para nuestra ventura, que los procesos culturales se pueden imponer a una suerte de determinismo en el cual las cartas por repartir están marcadas. Sería lamentabilísimo tener conciencia de que al nacer seremos evaluados por una robusta enfermera que, después de aplicarnos un proceso de sonda cerebral, concluya que nuestra capacidad de amar será de 0.8, mientras que la de nuestro vecino de cuna es 1.2 y que nada de lo que hagamos por revertir tal destino tendrá resultado (tan grave como asumir que nuestra carga genética nos marca un principio de agresión del cual es imposible sustraernos y es por ello que peleamos en guerras y guerrillas a pesar de nuestros esfuerzos políticamente correctos por alcanzar la paz). El amor ha producido suicidios, guerras, poemas, canciones, esculturas, películas, obras sinfónicas, ensayos, edificios, leyendas, adulterios, crímenes, incestos, locuras y traiciones, pero no a un científico que se aproxime hacia este sentimiento y logre escudriñar en él de tal manera que nos lo muestre tal y como es, lo que no puede sino parecerme perfecto. ¿O no?

lunes, 23 de septiembre de 2013

Manifestaciones

La primera (y desde luego, la última) vez que asistí a una manifestación, estaba yo en la facultad y mi nivel de confusión cerebral era tal que no tengo la menor idea de lo que se manifestaba, ni qué carajo hacía yo ahí. Éramos un grupo lamentable caminando por las calles de la gran ciudad con cartulinas decoradas con plumón y gritando cosas como “¡Fulanito de tal…amigo, el pueblo está contigo!” o “¡No pasarán!” (lo anterior en función al motivo de la manifestación que podría haber sido la liberación de un señor o el alto a las cuotas, pero como ya expliqué, no lo recuerdo). Los que vivimos en esta muy noble y leal ciudad de México somos seres curtidos en el arte de enfrentar las manifestaciones como los antiguos enfrentaban las siete plagas bíblicas.

Va uno muy tranquilo sobre eje central cuando de pronto se aparece una turba comandada por algún luchador social que se interpone entre el auto y su destino mientras empieza a arengar a los manifestantes que normalmente son gente que no tiene la menor idea de lo que hace ahí pero sí la conciencia de que le conviene asistir so pena de perder una lana, una torta o el crédito de una casa. Tengo la impresión de que los motivos de los marchantes han perdido vigor ya que bastan veinte señores y señoras que están muy molestos porque se instalará una gasolinera o porque en su escuela la directora es una arpía para bloquear la lateral de periférico y exigir una solución. El libro de procedimientos gubernamentales es previsible como un meteorito y consiste en pedirle a los quejosos que formen una comisión que dialogará con la autoridad para “analizar el caso”, lo que sigue es una muestra de capote por parte del funcionario correspondiente, una nube de gente insolándose, policías observando el evento con cara de nada y cientos de automovilistas mentando madres.< Las reacciones también son predecibles y de una hueva infinita. Los legisladores dicen que “hay que regular las marchas” y no regulan (seamos castizos) una chingada, los líderes de opinión edulcorados argumentan que “las manifestaciones no deben violar los derechos de terceros” y los resguardatarios de derechos humanos exclaman que “hay que respetar el derecho a la libre manifestación”. El resultado es tan productivo como un encuentro intelectual con Capulina y las manifestaciones se multiplican como los panes, día con día.

Dentro de la tipologías de manifestantes se encuentran varias categorías. Los hay efectistas que arrastran reses hasta una secretaría de Estado para luego sacrificarlas, otros bloquean carreteras, algunos portan machetes y unos más tiene una capacidad logística digna de los boy scout que les permite en diez minutos llegar al zócalo instalar un camping, poner anafres, orinarse en los arriates y pernoctar durante semanas volviéndose parte del paisaje urbano, lo mismo que un pirul. Sin embargo los que me parecen insuperables son los señores y señoras de los cuatrocientos pueblos que comparten costumbres con Wanda Seux, esto es, encuerarse porque pasó la mosca. El espectáculo es notable, porque notable debe ser que uno vaya caminado por avenida de la Reforma a cambiar un cheque cuando al doblar la esquina y de la nada le salga un señor desnudo que quiere la justicia social.

Hace poco el doctor Mondragón y Kalb dijo lo que pensaba y que se resume en la siguiente frase “si de mí dependiera los sacaba a patadas”. De inmediato se produjo la mexicanísima reacción en cadena. “Que se disculpe” dijeron los políticamente correctos “tiene razón” pensaron los políticamente incorrectos y lo que vino después fue el papelón ese de salir al paso y decir cosas como “se me interpretó mal”, que es francamente una salida muy poco digna. El caso es que en esta ciudad vivimos las manifestaciones como un rasgo cotidiano y distintivo. Como no le veo remedio sugiero que nuestras autoridades de turismo, incorporen en sus planitos y rutas el tema de los marchantes explicando que esa gente encuerada, o la que trae machetes, o la que le mienta la madre a las injusticias de la vida, es parte de nuestros usos y costumbres y en consecuencia patrimonio capitalino. De esta manera creo que evitaremos frustraciones ¿o no?

lunes, 14 de mayo de 2012

BANCOS...

Mi experiencia en materia bancaria es tan vasta como la que poseo acerca de la literatura noruega del siglo XIV, los bancos son para mí un mundo misterioso que ha evolucionado desde la idea genial de algún emprendedor consistente en pagarle a alguien por guardar su dinero, hasta instituciones todopoderosas llenas de ventanales y jergas inaccesibles como cetes, tasa líder o rendimientos líquidos. Al igual que usted, querido lector, he tenido que asistir a los bancos con el propósito de realizar algún trámite ineludible.

Normalmente se llega a una especie de gusano en el que la gente madrugadora ya está haciendo cola. Uno toma el turno que le corresponde y se dispone a esperar. El tiempo normalmente es el mismo que tomaría armar un vehículo compacto por lo que la sugerencia es llevarse las obras completas de Tolstoi. Cuando uno finalmente llega al último de espera se inicia la cacería de un foquito que se prenda y apague indicando la caja que está disponible. El ejercicio supone una presión equivalente a la que sufren los estudiantes japoneses ya que normalmente la gente que viene atrás se encuentra tan exasperada que si uno no reacciona en tres segundos, viene un codazo y la indicación de a donde dirigirse. El contacto con el cajero o cajera es normalmente equívoco ya que se realiza a través de un vidrio blindado de dos pulgadas que si bien evita que los rateros se lleven la lana, no es precisamente un artefacto que favorezca la comunicación (en una ocasión entendí que la cajera me decía: “¿es usted el efectivo?”).

En una de cada tres ocasiones el cheque no se puede cambiar por razones diversas; que van desde la falta de una identificación adecuada hasta que las firmas no coinciden pasando porque “no hay sistema”, esta última explicación es muy funcional ya que, a diferencia de no poseer la credencial de elector o haber firmado el cheque en estado de ebriedad, le asigna una responsabilidad decisiva al éter y contra eso no hay manera de sentirse agraviado.

Con el sistema bancario han ocurrido cosas muy curiosas; originalmente era propiedad de señores muy ricos a los que les dio el supiritaco de su vida el día que López Portillo anunció que la banca se nacionalizaba, para el ciudadano común (es mi categoría) la decisión no era clara y probablemente obedecía a que los banqueros eran una punta de desleales a la Nación. Posteriormente quedó claro que los que se habían clavado la lana eran justamente los gobernantes y Miguel de la Madrid decidió enmendar la situación volviendo a vender los bancos. Me explican que éstos fueron una ganga y permitieron que gente con los talentos de Cabal Peniche o El Divino armaran su patrimonio y el de diez generaciones de sus sucesores. Luego vino la crisis y entonces el gobierno decidió “rescatar” a los bancos que se iban a pique, para ello tomó el dinero que todos nosotros pagamos y anunció la medida como un acto de protección a favor de los ahorradores y no de la banca. Aquí empiezan los misterios; tengo conocencias que babeaban bilis cuando se anunció el subsidio a la leche liconsa pero no veo una reacción equivalente cuando el gobierno decide sacar del arroyo a un grupo de banqueros a los que en muchos casos nomás les faltaba el antifaz y el saco.

Acto seguido vino la apertura; de pronto uno entra a una cosa que se llama Scotia Bank o BBV que quiere decir que existen Bilbao y Vizcaya (esta última opción tiene la virtud de recordarnos las clases de geografía). La última noticia que recibí es que Banamex fué vendido por 12 mil millones de dólares y supuse, como lo haría cualquier persona que no es idiota, que si el gobierno le dio lana a Banamex para sobrevivir, la lana regresaría al erario, pero nones, no hay regreso ¿por qué? Porque a nadie se le ocurrió. La noticia se complementa con el anuncio de que la operación fué libre del pago de impuestos y finalmente la cereza del pastel nos la ofrecen las tasas de interés que pagan los bancos por los ahorros (una porquería) y los que cobran a los usuarios de tarjetas (un robo).
Y luego se quejan.

jueves, 29 de marzo de 2012

HéROES

Héroes, lo que se dice héroes, eran los Tigres de Mompracem; ni más ni menos que Sandokan, príncipe de Borneo y el portugués renegado Yáñez de Gomara (el mismo que decía ¡voto a Júpiter!), que dedicaron su vida a ponerle madrizas ejemplares a los navíos ingleses y holandeses a su paso por el Indico. En esos tiempos todo se resolvía con cañones y espadazos ¿qué James Brooke se ponía flamenco? Un bombazo y a enjuagarse la chompeta ¿Qué los Thugs asaltaban la barcaza? Se sacaba la navaja y listo.
Esos eran hombres.

Con el advenimiento de la era tecnológica todo cambió; ya no bastaba con señores que escupieran clavos al hablar, se necesitaba algo más drástico, la sociedad lo exigía. Así por ejemplo, los modestos mercados donde a un tipo igualito al Benemérito lo llamaban güerito para que comprara un kilo de aguacates, se convirtieron en Supermercados de carrito y viejas chotas. Las añejas carreteras nomás aumentaron dos carriles y transmutaron su nombre: Supercarreteras y convirtieron, como por arte de magia, en un menesteroso a todo aquel que no las transitara.
Super-cali-fragi-listi-coes-pira-lido-so, dijo el baboso de Dick van Dyke y todos los niños de la era Super, aprendimos que lo actual, lo que rifaba, era el uso de ese terminajo infame.
Los héroes no resistieron esta oleada modernizadora; sus enemigos ya no eran profesores Moriartys, o ingleses llevados de la mala. Nada de eso, las fuerzas del mal evolucionaron hacia formas francamente alarmantes: marcianos de intenciones inconfesables, sabios fabricantes de pócimas endemoniadas que volvían estúpido a quien las probara o seres parecidos a los chongos zamoranos que se comían todo lo que encontraban a su paso. Ante esta oleada de grandes males
se eligieron grandes remedios "que vengan los Superhéroes" dijo alguno.
Y ellos llegaron.

El ejemplo paradigmático de un Superhéroe era Kal-El, vulgarmente conocido como Supermán. La historia cuenta que a punto de estallar el Planeta Kriptón, Jor-El, un sabio muy chinguetas y padre de Kal, decidió salvar a su hijo y construyó una nave espacial en la que trepó al infante. En el recuento de hechos no se consigna la razón por la cuál el señor El (que era tan chinguetas) no le puso dos asientos más al vehículo, pero eso desde luego no importa.

La nave salió de Kriptón diecisiete segundos antes de la explosión y vino a dar a la Tierra, donde la encontraron una pareja de viejitos a los que se les había ponchado una llanta, eran Martha y Clark. El infante rápidamente dio evidencias de su notabilidad y levantó el coche para que Clark cambiara la llanta. Los Kent, en lugar de abrir un taller mecánico adoptaron al niño y le dieron su nombre. Pronto se dieron cuenta que el pequeño Clark, además de su fortaleza, volaba, podía freír huevos con su supervista y nada lo traspasaba... Supermán, señoras y señores.

Por alguna razón inexplicable, Supermán sólo podía ser Supermán en caso de emergencia. Esto determinó que adoptara la personalidad de Clark Kent, un tipo ejemplarmente estúpido que era reportero del diario El Planeta (en el que trabajaban una docena de tipos más estúpidos aún, ya que no se daban cuenta que Clark era igualito a Supermán nomás que sin lentes y calzones rojos). Los principales enemigos de Supermán eran: Lex Luthor un hombre que estaba furioso porque nuestro héroe lo había dejado calvo y el señor Mxwlpryzglm (o algo así), un enano que venía de la cuarta dimensión. Ellos sabían cuál era el lado flaco de Supermán; la kriptonita, una roca que -como los huevos divorciados- podía ser verde o roja. Si verde, debilitaba a Supermán y lo dejaba con la fuerza de un alfeñique. Si roja le ocasionaba severos trastornos de conducta que determinaran que hablara como tonto o que quisiera meterle mano a Luisa Lane.

Mi primer recuerdo de un Supermán televisivo es lamentable; veo a un señor francamente gordo que se faja los calzones hasta las tetillas y brinca por una ventana para luego suspenderse de unos hilos de nylon que se notan, mientras detrás del él pasa la misma nube sesenta y siete veces. A pesar de ello, en mi escala de valores de la Legión de la Justicia, Supermán era el incuestionable número uno, muy por encima de los inocuos Batman y Robin, cuya única gracia consistía en el uso continuo de Batimadres para combatir a los pillos. La tradición televisiva nos ha presentado a Batman y a Robin como un par de pendejos que dicen cosas como "recuerda Robin que los criminales han equivocado el camino" o "Santos gases asfixiantes Batman". Los enemigos del Dúo Dinámico eran de lo más variado; destacaba El Guasón (un tipo notablemente más simpático que Robin) y Gatubela, una señora que usaba antifaz, traje pegadito y que estaba muy buena.

Otra Superheroína era la Mujer Maravilla que se transportaba en un avión cuyo máximo chiste consistía en su invisibilidad. Marvila usaba un lazo mágico para atrapar maleantes y se vestía como prostituta de la Colonia Cuauhtemoc.

Estaban los Cuatro Fantásticos cuyos poderes eran muy diversos. Uno de ellos, el jefe, era elástico. Estaba la señora que se peinaba como Doris Day y tenía poderes mentales que le permitían crear campos de fuerza. Había otro que al grito de "¡llamas a mí!" (frase altamente recomendable en caso de un quemón), se convertía en una bola de fuego. El Guapo Ben cerraba el cuarteto. Sin duda de los cuatro amigos era el más notable; andaba en calzones, tenía cuerpo de piedra, boca de huachinango y era un patanazo.

Ya en el catálogo de los Superhéroes de pacotilla encontramos a Flash, un señor bastante baboso que corría a la velocidad del demonio y en las orejas traía las alas de Mercurio. Estaba también Birdman, el hombre pájaro y su amigo Vengador. Cada vez que Birdman necesitaba su traje de carácter, pegaba un grito escalofriante por lo agudo que le ponía los nervios de punta a los bandidos.

El sorprendente Hombre Araña era un pesado y usaba máscara de luchador. Hulk era tan bruto que no se daba cuenta de que cualquier coraje -digamos, un atorón en el Periférico- lo iba a desgraciar.

Ya en tiempos más recientes, los japoneses se dieron a la tarea de crear legiones de Superhéroes cuya característica distintiva son los ojos como de plato, los de moda se llaman Caballeros del Zodíaco y son tan cursis que lloran porque pasó la mosca.

En fin, cada quién que decida con que Superhéroe se queda. Yo por lo pronto me instalaré en un ejercicio mnemotécnico para tratar de identificar al autor de la famosísima frase: "¡A luchar por la Justicia!" porque francamente lo he olvidado ¿no es una pena?

miércoles, 14 de marzo de 2012

entrevistas


Por definición una entrevista implica dos elementos indispensables: un entrevistado y un entrevistador. De este par de personajes es condición asumir que el primero tiene algo interesante que decir y que el segundo es lo suficientemente listo para lograr que ése interés sea evidente. Desgraciadamente tan elemental regla tiene la misma vigencia que la democracia sindical y las más de las veces los resultados son atroces. Esto se debe a diversas condiciones que los protagonistas de una entrevista mantienen y que me interesaría discutir a continuación:

Condición 1: Cuando el que entrevista es íntimo del entrevistado. Pregunta (hombre barbón de saco de pana): “Tú y yo discutimos los detalles de la visión literaria contemporánea ¿te acuerdas?” Respuesta (otro hombre barbón de saco de pana): “Hombre, como no, estábamos en la gran plaza de Bruselas y nevaba. Recuerdo que habíamos perdido los boletos de avión y en ese momento nos dirigíamos a escuchar al gran Salvetrge, el notable filósofo”. Huelga decir que una entrevista así es de hueva y que el mejor medio para transmitir este tipo de intimidades es justamente una sesión íntima de transparencias donde se vea la gran plaza, al gran Salvetrge y la jaula de los changos del zoológico de Bruselas.

Condición 2. Cuando el entrevistador hace preguntas babosas. Pregunta (estudiante de periodismo con catorce neuronas pero que está muy buena): ¿Es difícil escribir? Respuesta (Gloria Nacional que se quiere tirar a la estudiante de periodismo) “Escribir es una comunión con los sentidos”. Dios mío.

Condición 3. Cuando el entrevistado contesta idioteces. Pregunta: “¿La fama no ha alterado su vida?” Respuesta: Insertar aquí una foto de Thalía con la boca abierta, un ramo de fruta en la cabeza y bailando el Tico-Tico.

Condición 4. Cuando el entrevistador pregunta babosadas y el entrevistado responde idioteces. En este caso agregar a la condición anterior una foto de Raúl Velasco muerto de risa mientras lo corretea la India María. Aunque también cabe la de Pati Chapoy o la de Shanik quien sabe qué.

Condición 5. Cuando lo que pregunta el entrevistador y lo que contesta el entrevistado no le interesa ni a Dios padre. Pregunta (conductor de programa de televisión de horario matutino): ¿Y cómo se practica la maxiloplastía dental? Respuesta (médico viejito con una calavera en la mano): Mire usted, es muy sencillo; primero hacemos una incisión en la encía procurando que la infección se canalice”(aquí aparece en pantalla una boca abierta de la que sale sangre y un líquido café).

Condición 6. Cuando el entevistado es político. Pregunta (joven ganoso con cámara y libretita): “¿Quiere usted ser gobernador?” Respuesta (señor gordo, de patillas de taquero y traje a la medida): “Evidentemente el honor de gobernar a (aquí entran los guerrerenses, los vecaruzanos, etc.) entraña grandes responsabilidades y representaría una enorme distinción para cualquiera. Sin embargo, no es momento de aventurerismos ni campañas protagónicas, sino de trabajar por México”.

Condición 7. Cuando el entrevistador tiene hueva. Pregunta (hombre de lentes, crudo que quiere salir del paso). “Platíquenos de usted”. Lo que sigue puede ser peor que la carga de caballería ligera y será más grave en función del grado de badulaquencia del entrevistado que nos puede contar desde su rutina diaria para sentarse a escribir, hasta que de niño fue violado por una banda de neonazis.

En fin, entrevistas seguirá habiendo. Los entrevistadores continuarán afanados por hacer preguntas brillantes y los entrevistados con la enorme obsesión de parecer más inteligentes que la mamá de los pollitos. Es por ello que sugiero que se estandaricen los cuestionarios y la primera pregunta sea invariablemente: “¿quién se comió la caca del caba...?”

miércoles, 22 de febrero de 2012

insultos

La modernidad ha traído enormes cambios en el lenguaje, las palabras que antes eran de uso corriente se han ido difuminando por adjetivos menos sutiles e inequívocos que expresen a cabalidad la ira creciente de los capitalinos. Recuerdo, por ejemplo al Corsario Negro que cuando se enojaba decía cosas como: “voto a bríos” o le asestaba a sus adversarios términos como “insolente” o “miserable” para luego encajarlos con su espadota. También recuerdo las polémicas de nuestros hombres de letras que trataban de lucir muy elegantes cuando en realidad lo que querían era mandar a la tiznada a su interlocutor. Términos como “mequetrefe”, “ganapán” o “perdulario” han perdido el vigor de antaño y habría que reconocer que si alguien los utilizara provocarían pitorreo en el remoto caso del que los recibe entendiera su significado. Lo anterior, desde luego, puede ser entendido como un indicador de la creciente pobreza de recursos lingüísticos en el mundo pero esta idea solo puede ser defendida por el que vive con la permanente impresión de que todo tiempo pasado fue mejor, en lo personal creo que en la medida que una lengua expresa mejor lo que uno quiere expresar sin duda se puede decir que evoluciona y contra ello no puede ni debe haber antídoto. Si alguien por ejemplo quiere expresar su opinión sobre las capacidades del prójimo y le dice “tonto” no provocará más que ternura ya que el insulto en cuestión es hay que decirlo, de salva. En esos casos lo mejor es usar el sólido y moderno “pendejo” que se ha vuelto la forma más natural de adjetivar al que nos da un cerrón o a una nube de personajes públicos que día con día nos dan prueba de su lucidez.

Recuerdo que cuando era niño leí un poema de Ernesto Cardenal en el que hablaba de “perros, putas y poetas” y me quedé con una impresión terrible de que palabras tan gordas se pudieran poner en letras de imprenta y más aún que gente respetable las empleara. Por supuesto mi visión estaba troquelada por años d educación, maestras de catecismo y yerbas similares que lo único que lograron fue que entendiera las cosas de la vida tardíamente.
Por supuesto hay excepciones a esta nueva oleada de franqueza verbal, la más conspicua es la de la gente que se ha sumado a la ola de lo políticamente correcto que consiste esencialmente en matizar la crudeza de una palabra por medio de otras que evocan lo mismo pero suenan mejor a nuestros modernos oídos. En este caso se trata de no agraviar a gremios selectos por medio de florituras que parten del supuesto de que los nombres originales (por ejemplo “enano”) eran insultos, cosa que es absurda por donde se le quiera ver.

En estos tiempos el lenguaje se ha hecho infinitamente más descarnado y crudo cosa que por supuesto no me preocupa en lo más mínimo, siempre he considerado que es un poco idiota que la gente hable de formas diferentes de acuerdo a las circunstancias y que un gran paso se daría si en lugar de querer quedar bien en todo momento, nos ocupáramos de decir las cosas como son. Esto siempre suscita temores, hay buenas conciencias que consideran que esta apertura generará catástrofes varias en las nuevas generaciones, sin embargo esto es pura paranoia asociada a la idea, imbécil en sí misma, de que la calidad de una persona se mide por su parquedad y corrección en el uso del lenguaje. Mentira, hay gente con un uso del lenguaje inapelable que no vale nada y otros como el maestro Juan, carpintero de la colonia donde yo nací que hilvanaba carretadas de peladeces por segundo y era una de las mejores personas que he conocido en mi vida.
El caso es que las restricciones no se han ido del todo y como constancia de ello pongo a una señora que comenta la vida de las artistas y que dijo textualmente en su programa de radio: “Fulanita de tal se opero las bubis y las pompas y le quedaron muy en su lugar”. En ese momento sufrí un desmayo del que me repongo ahora para escribir este artículo y mandarle a la dama un diccionario para que comprenda el significado de la castiza palabra “nalgas”.

miércoles, 11 de enero de 2012

inventos, inventores, inventarios...

Hace unos días estaba yo haciendo nada y de pronto como si me fuera revelada la teoría evolutiva, me di cuenta que todo lo que me rodeaba tenía un padre, es decir había sido producto del ingenio de un señor al que yo no tenía el gusto de conocer; el lápiz, la silla, el fax, la computadora y las agujetas de mis zapatos. El asunto me dejó un par de enseñanzas; la primera y más dolorosa es que mi acervo neuronal nomás da para ese tipo de clarividencias, la segunda es que nunca he puesto atención a estos padres de todas las cosas que merecerían por lo menos un comentario.

Un invento es en sí mismo un prodigio pero, seamos justos; hay de inventos a inventos. Porque estará de acuerdo, querido lector, que hay un cierto abismo conceptual e intelectual entre el dispensador de pasta de dientes y el fax, a pesar de que ambos se encuentran en el mercado y hacen millonarios a sus creadores.

En la tipología del inventor las categorías se desagregan con limpieza y están encabezadas por una hornada de pobres diablos a los que la gente mira siempre con conmiseración ya que invierten su vida en la búsqueda de cosas extraordinarias para salir de pobres. En este grupo identifico con claridad a los que buscan fórmulas para que salga pelo, a aquellos que quieren producir un bistec que sepa a lechuga y los que diseñan unas tablas en las que se puede apreciar, si se tiene el tiempo y la paciencia suficiente, el día que estaremos destinados a morir. Una vez en una fiesta conocí a un señor que no estaba ebrio ni padecía de retardo mental que invirtió dos horas en explicarme que estaba inventando una gorra que permitiría “conservar las ondas cerebrales”, un servidor, muy interesado preguntó cuál sería la razón para preservar tal patrimonio neurológico y el buen hombre respondió que con el sombrero puesto uno viviría lúcido hasta los cien años ya que nuestras ideas en lugar de perderse en el éter quedarían dentro de nuestro cerebro, en ese momento me quedé pensando que -dado que mi interlocutor no traía su sombrero- había sufrido un desagüe de las ideas que lo había dejado como estaba, por lo que decidí abstenerme de comprar el producto.

El segundo grupo es el de los hombres que tuvieron la idea pero no la prioridad. Prácticamente en cualquier familia hay una historia del tío que inventó la pluma fuente pero perdió la gloria porque fue engañado. Conozco a uno por ejemplo, que vivió convencido de que él inventó el juego del turista mundial (ése en el que el chiste era comprar Liberia) y sufrió un despojo por parte de los gringos por lo que en mudo boicot se negaba a jugarlo.
Existen otros hombres que han hecho cosas utilísimas pero anónimas. No me imagino un mundo sin clips o lo que sería la vida sin la palanca con la que se jala el excusado. Estoy convencido de que he llevado una existencia razonable gracias a la goma de borrar que se inventó para eliminar la evidencia de nuestras inconstancias y errores (por definición soy inconstante y erróneo). Supongo que sólo los familiares de estas personas saben de la valía de su pariente el inventor y me imagino a veces un destino de alcoholismo en el que un señor en la cantina les grita a todos “yo soy el padre del post it” para luego hundirse en llanto.

La última categoría es la de los finales felices y está compuesta por todo producto que a usted le suene a apellido (imaginar en este momento que le es presentado a uno el señor Firestone). En este grupo de ganadores se cuentan todos aquellos que en un cuchitril decidieron poner a prueba una idea y terminaron forrándose en millones que le dan de vivir actualmente a sus numerosos descendientes, quienes nacen, crecen, se reproducen y mueren homenajeando la memoria del abuelo (normalmente un viejo explotador) que los sacó de brujas.

El único invento que he logrado es el de una bebida con tequila que permite después de dos cañonazos la posibilidad de hablar fluidamente lenguas extranjeras, desgraciadamente aún no logro el antídoto para evitar la sensación posterior de que uno fue atropellado por un trotón de tres toneladas. Ni modo.