miércoles, 2 de noviembre de 2011

Catàlogo del terror

Hace algunas noches, estaba yo dormido como un bendito, cuando de pronto y sin preverlo, me desperté entre sudoraciones de tenor gordo y, después de un estremecimiento, me di cuenta que había soñado algo que me hizo buscar en la sección amarilla la palabra “psicoanalista”: mi evocación onírica se refería a un anuncio del chocolate Express en el que la protagonista era una ratita de nombre Cuqui. En el sueño yo era uno de los ratoncitos que formaban la prole de la rata y cantaba una canción. El asunto –además de dejarme ligeramente angustiado- me sirvió para recrear algunas escenas de las que he sido testigo y que considero pertenecen a una colección siniestra que hoy, como si fuera el día de muertos, compartiré con usted, queridísimo lector:

La primera escena negra es la siguiente: Julie Andrews, vestida como empleada de helados Holanda, se trepa a una montaña pegando de gritos y seguida por una turba de niños que, a juzgar por su canto, padecen de algún tipo de anencefalia. Ya en la cima, la señora Andrews se enfrenta con el padre de las criaturas (que por su conducta puede ser calificado como un baboso) situado en otra montaña y que también canta nomás que lo siguiente: De jils ar alaaaaiv wit de saund of miuuusic. En respuesta, la holandesa ríe y grita: ahhhhh, a a ahhhhh. Siempre que recuerdo la escena sufro un estremecimiento.

La segunda escena la presencié en el Metro; iba yo agarrado de un tubo observando fascinado a un tipo que escupió un kilo de cáscaras de pepita en la cifra récord de tres estaciones, cuándo atrás de mí, se oyó una voz con timbre parecido al de un globo rozando los rayos de una bicicleta. En el preciso instante que volteaba para identificar el origen del sonido, me encontré con un señor cuya cara estaba a diez centímetros de la mía y que tenía la notable característica física de carecer de nariz. Eso que los analistas llaman subconsciente gritó dentro de mí “¡ay cabrón!” y nomás pegué un brinquito. Sin embargo, el día de hoy cada que me acuerdo sufro un estremecimiento. ¿Sería leproso? ¿Habría perdido la nariz cuando estornudó al rasurarse el bigote? Nunca lo supe.

La tercera de la tarde es escolar y ocurrió un mediodía cuando este servidor y treinta y cinco estudiantes de la escuela secundaria nos encontrábamos muy sentados en clase de radio. Cómo llegué yo ahí me parece un misterio de la orientación vocacional ya que en la rotación para elegir taller mi única habilidad consistió en hacer una pantufla (no dos) de estambre a través del uso eficiente de una tabla con clavos que nos dio la maestra. La clase de radio me permitió la proeza notable de invertir tres años de mi vida dos veces por semana y salir del curso sabiendo tanto de radio como de la técnica para operar el abdomen agudo. El maestro era un chaparrito que llenaba de circuitos el pizarrón con una hueva interplanetaria y luego se dormía fumando mientras nosotros, sus alumnos, copiábamos los dibujos a lo puro güey. Bien, un día mientras El Bulbo –así le decíamos- escribía los ohms de alguna resistencia, se metió un camión al salón. La defensa llegó exactamente donde estaba los watts del sistema y al Bulbo y compañeros de la primera fila, hubo que llevarlos a la enfermería. Iban con los ojos en blanco y veinte años menos de vida.

La cuarta y última de esta sesión la presencié durante una noche en la que los estudiantes hacían gracias en un escenario; el titular de la anécdota era (¿es?) un muchacho que dadas sus proporciones era conocido como el Porky. Pues bien, su santa madre se emperró en que el escuintle bailara la danza del venado y ahí estaba el pobre, encuerado y con unos cuernos muy extraños que le salían de la coronilla, retorciéndose al ritmo de la danza. Cada pasito era un cimbrado de la duela. El momento siniestro fue alcanzado en el preciso momento que le tocaba morirse: el Porky puso tal empeño que al quedar tendido de lado dejó ver un testículo enorme que conmocionó a toda la audiencia. Ese día significó algo para mí el concepto de pena ajena.
Lo dicho, un catálogo del terror al que volveremos de vez en cuando

jueves, 16 de junio de 2011

top ten

¿Si estuvieras en una isla desierta en la que hubiera cocos, aborígenes y una videocasetera cuáles serían las diez películas que te llevarías? Solo esa situación extrema o una llamada de Marco Levario me harían pensar sobre el asunto y aquí estoy... pensando.

En el mundo del cine (como en todos los mundos) los mortales se dividen en dos categorías básicas; los que saben y los que no sabemos y que tenemos la única ventaja de ser mayoría aplastante. Los que saben tienen un catálogo de favoritas que se parece tanto al mío como un semáforo a una foca (un día iré a terapia para entender porque se me ocurren tales símiles); para ellos el Ciudadano Kane es una obra maestra, para mí es el recuerdo de un hombre obeso llorando no sé si por un trineo o un perro que se llamaba Rosebud. Los que saben veneran Un perro andaluz de Buñuel y su servidor simplemente evoca la sensación sobrecogedora de entender que un hombre en pleno uso de facultades filmara una retina de vaca y que una masa de otros hombres en pleno uso de facultades lo encontraran una obra maestra. Por supuesto hay más ejemplos Viscontifellinitruffatianos, en todos ellos recuerdo al salir del cine mi sentimiento de soledad intelectual: “soy un estúpido” pensaba, mientras todo mundo explicaba entusiasmado como el cuadro de la pared simbolizaba la relación edípica entre el protagonista y su señora madre.


Actualmente sigo siendo estúpido pera la diferencia es que ya no me da vergüenza y es por ello que quiero contraponer la débil oposición de un lego cinematográfico ante la aplastante mirada de los expertos, a los que mucho respeto pero con los cuáles no me iría a Ciudad Juárez en coche para hablar de cine en el camino. Una última advertencia: no es mi deseo jugar el juego de la simpatía hacia la ignorancia; el que crea que los que sí saben son los villanos se equivoca, como nos equivocamos todos cuando tratamos de imponer una preferencia en los demás.
Precisamente las preferencias siguen leyes darwinianas de evolución y me apresuro a decir que afortunadamente ya que, de otra manera, yo seguiría disfrutando las películas de pastelazos.

Se supone que la experiencia es una fuente en la que abreva la capacidad de discernir y que esta capacidad nos permite tomar una posición decidida ante las disyuntivas que ofrece la vida, sin embargo, la vida nos obliga, cada vez con mayor frecuencia a entrar en un terreno maniqueo en el que la opinión inmediata y definitiva es la única opción aceptable. Si ponemos atención nos daremos cuenta que el “déjeme pensar un poco” es un proceso en peligro de extinción.

En este contexto la definición de diez películas es una tarea tan sencilla como afinar un reactor nuclear ya que son dos las alternativas elementales: determinar, por un lado, si uno al salir del cine expresa cosas como “que peliculón”, o, utiliza la expresión alternativa y ligeramente vulgar “es una mierda”. ¿Con qué películas quedarse? ¿Las que nos hicieron llorar? Pues entonces habría que tomar la imagen de “El Torito” calcinado o el momento en que Bambi pierde a su progenitora. ¿Las que hicieron brotar la adrenalina? No hay más que pensar en Michael Caine disfrazado de señora gozosa en "Vestida para matar", o ¿quizá los filmes (escribir filmes es un recurso literario que reconozco ridículo) que tuvieron un efecto didáctico? Es el caso de María Elena Marqués encerrando en un cuarto a un señor que, se supone, era Francisco González Bocanegra para escribir la letra del Himno Nacional (siempre supuse que el Himno tenía ese tinte bélico porque don Francisco no podía salir de la habitación).

Otro problema es el estado de animo con el que se entra a la sala. ¿Qué tal que el día que uno fue e ver Ocho y medio estaba de un humor de perros? ¿Quién nos asegura que la complacencia ante Rocky I no fue el producto del comercio carnal establecido antes de entrar al cine? Desde luego nadie.

Entiendo, de acuerdo a la encuestas hechas hasta la fecha, existen películas que no pueden fallar en el Top Ten, entiendo también que ninguna de ellas se cuenta en mi propio Hit Parade, así que en este momento y hechas las reservas del caso, aventuro mi propia lista, con la misma sensación de seguridad que sintió el General Custer el día que le dijeron que los indios estaban un poco inquietos.

Die hard
Fight club
The day after tomorrow
Bee movie
Star wars
The godfather
Jurassic park
Alien
Apollo 13
Austin powers

Como puede verse es una lista gobernada por el eclecticismo y la esquizofrenia pero no podría ser de otra manera considerando mis naturales disfunciones. Si me preguntaran mañana seguramente la lista se modificaría lo cual me parece una de las ventajas de no ser un experto en absolutamente nada.

jueves, 9 de junio de 2011

dudas??

Este no es necesariamente el más lógico de los mundos y ésa es una verdad con la que lidiamos día con día y que se manifiesta en asuntos tan elementales como el hecho de ver la forma en la que se viste un torero; una especie de pantalones como los que usaban las damas en los sesenta que de tan apretados gangrenan las partes prudentes, una corbatita negra de mesero de taquería, un sombrero (“montera” llaman los entendidos) que parece un pambazo de milanesa, unas medias rosas y unas zapatillas que podrían ser las de la protagonista de Giselle, todo ello coronado por un chaleco cuatro tallas menor al que le correspondería al matador. El atuendo, desde luego, va mediado por las lentejuelas y los colores que pueden ser un delirio. Se me podrá decir que el asunto es una tradición, a lo que replicaría que también lo era ponerse peluca y nadie en su sano juicio lo hace más (a menos que sea un calvo con baja autoestima).

El hecho de que haya cosas que yo no entiendo puede tener varios significados; el más obvio es que soy un pendejo, aunque me otorgo –faltaba más- el beneficio de la duda y confieso que no entiendo, por ejemplo, lo que significa la miscelánea fiscal (me suena a una tienda en la que venden la forma SHCP001-7) o –como ya lo he advertido- el funcionamiento de un aparatito que parece una caja de galletas y que es pulsado por un señor en los juzgados gringos mientras O. J. Simpson aclara que es una víctima de las circunstancias.
El producto se llama versión estenográfica y no tengo la menor idea de si existe alguna diferencia con una transcripción literal.

No comprendo tampoco el principio de la ley de amparo. Está uno (y el mundo) convencido de que fulanito de tal es un verdadero criminal, que se clavó la lana o que estafó a la nación. Lo siguiente que se lee es que tal señor, es decir el criminal, obtuvo un amparo del juez X y que por lo tanto ya no lo pueden meter al bote. Los amparos son el antídoto ideal para burdeles y restaurantes fuera de la ley. Espero al respecto una explicación.

Una fuente de misterios se basa en los noticieros de la madrugada; son las tres de la mañana y la punzada del insomnio aparece, entonces, si uno se dirige al canal adecuado encontrará un señor de corbata que en lugar de la cara de abotagamiento propia de tales horas, nos regala una sonrisa y pasa a informar que un grupo de palestinos apedrearon a soldados israelíes o que los seleccionados nacionales confían en mejorar su desempeño antes de que los apedreados por la turba sean ellos. Y digo yo ¿hay alguien que sienta la imperiosa necesidad de revisar las noticias a esas horas del señor? ¿el programa ha sido diseñado para el honorable gremio de los veladores? ¿los anunciantes se pelean a cachetadas el espacio? ¿sale más barato no apagar la luz y volverla a prender que seguir transmitiendo? Confieso que me sobran preguntas y me faltan respuestas.

¿Por qué hay una Biblia al lado del menú del restaurante en el cajón del buró del hotel? Me imagino que los dueños consideran que el que viaja es un pecador en potencia y que la lectura del buen libro nos hará el favor de sustraernos del mal. El problema es que no hay opciones para ateos, que bien podrían ser los teléfonos de las muchachas o muchachos que por una corta iniciarán al paseante en los misterios del pecado carnal. Tampoco hay opciones para religiones alternativas lo que parecería un acto discriminatorio del que desde luego no me quejo, nomás lo señalo.

No sé qué es un browser ni tengo idea de lo que significa la palabra modem e ignoro el principio a través del cual las moscas se espantan ante una bolsa de plástico llena de agua. Confesé ya que no entiendo el cuento del dinosaurio, escrito por Monterroso. El problema de todo lo anterior es que nadie se acerca a mí con intenciones didácticas, lo que me deja con la penosa opción de seguir luciendo (¡ay!) como un badulaque.

lunes, 6 de junio de 2011

lectura...

El primero (y aparentemente el único) que se dio cuenta de la joda que implica que a uno lo estén enchinchando conque hay que leer, fue Jorge Ibargüengoitia que escribió: “La lectura es un acto libre. Debe uno leer el libro que le apetezca a la hora que le convenga. Y si no le apetece a uno ningún libro, no lee, y no se ha perdido gran cosa”. Por supuesto tenía razón. Sin embargo, la idea de que debemos redimir a nuestro pueblo y sacarlo de sus chanoques y memines se extiende y cobra fuerza como el ariete que encabeza la cruzada nacional por la cultura.

Nuestros prohombres de la intelectualidad se empeñan en demostrarnos que todo el asunto se reduce a una ecuación matemática en la que el aumento de la lectura determina un incremento de nuestras bases culturales y en consecuencia nos hace más independientes. Todo lo anterior -me parece- es una mamadencia .

Permítame, querido lector, tratar de demostrar la aseveración anterior (que parecería criminal) a través de algunos argumentos elementales.

En primer lugar si los badulaques que leen a los clásicos consideran que el escenario ideal es el de un plomero en el Metro que va leyendo a Chesterton para comentar con su compañero de asiento “¡pero que interesante!” el asunto no tiene destino, y este es el momento de abrir un paréntesis para advertir que los badulaques lo son, no porque lean a los clásicos (muy su vida, desde luego), sino porque pretenden que todos imitemos tan noble gesto. La segunda advertencia tiene que ver con las ganas de un plomero (gremio al que respeto con la honorable excepción de uno de sus integrantes que logró que brotara caca de mi baño durante una reunión social) de leer a don Gilbert, que deben ser equivalentes a las de ver desnudo a Paco Stanley. Fin del paréntesis.

La siguiente escena que es necesario imaginar es la de un señor detrás de su hijo Juanito, que está sentado enfrente de una televisión viendo como idiota a los power rangers, tratando de lograr que el retoño asigne a las putizas del Corsario Negro mayor valor que a las que está presenciando en la tele. Nuevamente el asunto no tiene destino ya que Salgari es un alfeñique de 44 kilos comparado con Azcárraga y Chabelo. Si la estrategia para vencer en tan desigual batalla es decretar la lectura, me queda claro que los rangers, como es su costumbre, triunfarán; que Emilio Salgari terminará con un ojo morado y que los niños acabarán sus días en un hospital víctimas de los rayos gamma recibidos de tanto ver televisión.

El tercer y último punto se relaciona con la asignación de los valores culturales. Sucede frecuentemente, por ejemplo, que se considera a la música clásica (llamada culta por los mamones) como superior a los Beatles (llamado el cuarteto Liverpul por los mamones) y a éstos tan grandes que Cornelio Reyna no les llega ni a los talones. Lo mismo sucede con la literatura donde Cornelio Reyna equivale al escritor del libro vaquero.

Se argumentará, desde luego que hay que elegir lo bueno por sobre lo malo, lo trascendente por lo que no lo es, lo inmortal por lo efímero y jaladas en ese tenor. La pregunta inmediata es: ¿de parte de quién? ¿para cumplir qué meta? ¿cuáles son los criterios?
Esto -la aclaración me parece necesaria- no quiere decir que para mí Cornelio Reyna es igual a los Beatles o a Mozart, el asunto tiene que ver, más bien con el fundamentalismo de obligar a los demás a oír a Mahler o leer a Platón. nomás porque son muy trascendentes.

Fernando Savater le recomienda a su hijo Amador: “... hay que dejarse de premios y castigos, en una palabra de cuanto quiere dirigirte desde fuera”. Lo que me parece una verdad del tamaño de una casa. ¿Qué sería bueno que nuestros hijos leyeran? Si, ¿A huevo? Por supuesto que no.