Hace unos días estaba yo haciendo nada y de pronto como si me fuera revelada la teoría evolutiva, me di cuenta que todo lo que me rodeaba tenía un padre, es decir había sido producto del ingenio de un señor al que yo no tenía el gusto de conocer; el lápiz, la silla, el fax, la computadora y las agujetas de mis zapatos. El asunto me dejó un par de enseñanzas; la primera y más dolorosa es que mi acervo neuronal nomás da para ese tipo de clarividencias, la segunda es que nunca he puesto atención a estos padres de todas las cosas que merecerían por lo menos un comentario.
Un invento es en sí mismo un prodigio pero, seamos justos; hay de inventos a inventos. Porque estará de acuerdo, querido lector, que hay un cierto abismo conceptual e intelectual entre el dispensador de pasta de dientes y el fax, a pesar de que ambos se encuentran en el mercado y hacen millonarios a sus creadores.
En la tipología del inventor las categorías se desagregan con limpieza y están encabezadas por una hornada de pobres diablos a los que la gente mira siempre con conmiseración ya que invierten su vida en la búsqueda de cosas extraordinarias para salir de pobres. En este grupo identifico con claridad a los que buscan fórmulas para que salga pelo, a aquellos que quieren producir un bistec que sepa a lechuga y los que diseñan unas tablas en las que se puede apreciar, si se tiene el tiempo y la paciencia suficiente, el día que estaremos destinados a morir. Una vez en una fiesta conocí a un señor que no estaba ebrio ni padecía de retardo mental que invirtió dos horas en explicarme que estaba inventando una gorra que permitiría “conservar las ondas cerebrales”, un servidor, muy interesado preguntó cuál sería la razón para preservar tal patrimonio neurológico y el buen hombre respondió que con el sombrero puesto uno viviría lúcido hasta los cien años ya que nuestras ideas en lugar de perderse en el éter quedarían dentro de nuestro cerebro, en ese momento me quedé pensando que -dado que mi interlocutor no traía su sombrero- había sufrido un desagüe de las ideas que lo había dejado como estaba, por lo que decidí abstenerme de comprar el producto.
El segundo grupo es el de los hombres que tuvieron la idea pero no la prioridad. Prácticamente en cualquier familia hay una historia del tío que inventó la pluma fuente pero perdió la gloria porque fue engañado. Conozco a uno por ejemplo, que vivió convencido de que él inventó el juego del turista mundial (ése en el que el chiste era comprar Liberia) y sufrió un despojo por parte de los gringos por lo que en mudo boicot se negaba a jugarlo.
Existen otros hombres que han hecho cosas utilísimas pero anónimas. No me imagino un mundo sin clips o lo que sería la vida sin la palanca con la que se jala el excusado. Estoy convencido de que he llevado una existencia razonable gracias a la goma de borrar que se inventó para eliminar la evidencia de nuestras inconstancias y errores (por definición soy inconstante y erróneo). Supongo que sólo los familiares de estas personas saben de la valía de su pariente el inventor y me imagino a veces un destino de alcoholismo en el que un señor en la cantina les grita a todos “yo soy el padre del post it” para luego hundirse en llanto.
La última categoría es la de los finales felices y está compuesta por todo producto que a usted le suene a apellido (imaginar en este momento que le es presentado a uno el señor Firestone). En este grupo de ganadores se cuentan todos aquellos que en un cuchitril decidieron poner a prueba una idea y terminaron forrándose en millones que le dan de vivir actualmente a sus numerosos descendientes, quienes nacen, crecen, se reproducen y mueren homenajeando la memoria del abuelo (normalmente un viejo explotador) que los sacó de brujas.
El único invento que he logrado es el de una bebida con tequila que permite después de dos cañonazos la posibilidad de hablar fluidamente lenguas extranjeras, desgraciadamente aún no logro el antídoto para evitar la sensación posterior de que uno fue atropellado por un trotón de tres toneladas. Ni modo.
miércoles, 11 de enero de 2012
viernes, 6 de enero de 2012
Nacionalismo...
“El Nacionalismo se cura viajando”
Camilo José Cela
“El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí”. La frase de Bernard Shaw lo resume todo, pero, trataré de no dejarlo ahí.
Los mexicanos somos un pueblo de mañas y taras entre las que destacan echar lámina en el auto, meterse en las filas, reírse cuando un compatriota se va por la coladera y quizá una de las más perniciosas, ver el canal 2 en compañía de la familia. Siempre me he preguntado cómo es que se nos desgobiernan las entendederas al pasar del individuo a la turba. Evidencias sobran, el grupo que viaja a Alemania con unos sombreros dignos de una orden de presentación ante la PGR, que además se ponen unos bigotes que, sospecho, son los causantes de la epidemia de influenza y que gritan alegremente ondean banderas y le dan tequila a todo aquel que se deje para demostrar el nacional espíritu que nos posee.
Pero esta imagen –la de que somos un pueblo alegre y desmadroso- me parece la menos perniciosa. El problema es cuando empiezan las odas nacionalistas que todo lo desmadran. “México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, que algo tiene de cruz y de calvario” escribió el Vate López Méndez, probablemente bajo el efecto de sustancias controladas, pero representando ese imaginario popular de fe y devoción por la Patria. ¿Por qué? -me pregunto- algo tan abstracto como una Nación en la que hay desde gandallas y lacras hasta lumbreras y gente de bien puede ser motivo de orgullo genérico? Misterio insondable.
Recuerdo ahora mismo el asunto de Top Gear, la serie británica en la que tres señores que son pendejos pero con carisma se pitorrearon de un auto mexicano y en consecuencia de la Nación. El señor Embajador montó en cólera y armó un zafarrancho (en ese momento me refugié en un bunker por aquello de otra guerra) y exigió una disculpa. El IMER, decidió “boicotear” a la BBC por lo que dejó de transmitir su programación (imaginar a tres rubicundos funcionarios de la BBC con el Jesús de la boca haciendo llamadas frenéticas para evitar tal desastre). El asunto devino en vodevil y para variar dividió a la Nación en dos bandos, los que consideraban que procedía un desagravio y exigían de jodido la Torre de Londres (la mayoría) y los que como un servidor (la minoría) considerábamos que el asunto no daba para nada más que enviar a un comando comandado por Fabiruchis y Bisogno en represalia.
Otra veta del nacionalismo se relaciona con lo que los gringos llama “wishful thinking” que los académicos traducen como “pensamiento ilusorio” pero en mi diccionario personal se llama simplemente candor o ingenuidad. Cada cuatro años, la Nación entera corre a las tiendas o a los camellones se pone su playera de la selección y se dicen cosas como “ahora sí ésta es la buena”. Acto seguido suceden fenómenos muy curiosos, porque los mexicanos en formación de turba llenamos los bares, nos ponemos de pie ante un monitor de 24 pulgadas durante el himno y luego de la victoria sobre Angola, salimos a desmadrar monumentos en honor de los héroes que nos dieron Patria. Lo que sigue es predecible como un meteorito; llega el quinto partido y cualquiera que tenga una lucidez superior a la de un pisapapeles sabrá que es el adviento de una catástrofe, que ocurre noventa minutos después. En ese momento nuevamente las cosas se desgobiernan y se busca la dotación de huevos y jitomates para ir a recibir a los seleccionados que “no se entregaron por su país”
Se entiende poco que es caso por caso, que nadie es ni puede ser mejor o peor en función del lugar donde nació, pero así son las cosas; los tiempos de balcanización y ruptura están muy presentes y poco hay que hacer. Simplemente recordar a Einstein que dijo “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”, que en estos tiempos de pandemias es una verdad de a kilo.
Camilo José Cela
“El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí”. La frase de Bernard Shaw lo resume todo, pero, trataré de no dejarlo ahí.
Los mexicanos somos un pueblo de mañas y taras entre las que destacan echar lámina en el auto, meterse en las filas, reírse cuando un compatriota se va por la coladera y quizá una de las más perniciosas, ver el canal 2 en compañía de la familia. Siempre me he preguntado cómo es que se nos desgobiernan las entendederas al pasar del individuo a la turba. Evidencias sobran, el grupo que viaja a Alemania con unos sombreros dignos de una orden de presentación ante la PGR, que además se ponen unos bigotes que, sospecho, son los causantes de la epidemia de influenza y que gritan alegremente ondean banderas y le dan tequila a todo aquel que se deje para demostrar el nacional espíritu que nos posee.
Pero esta imagen –la de que somos un pueblo alegre y desmadroso- me parece la menos perniciosa. El problema es cuando empiezan las odas nacionalistas que todo lo desmadran. “México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, que algo tiene de cruz y de calvario” escribió el Vate López Méndez, probablemente bajo el efecto de sustancias controladas, pero representando ese imaginario popular de fe y devoción por la Patria. ¿Por qué? -me pregunto- algo tan abstracto como una Nación en la que hay desde gandallas y lacras hasta lumbreras y gente de bien puede ser motivo de orgullo genérico? Misterio insondable.
Recuerdo ahora mismo el asunto de Top Gear, la serie británica en la que tres señores que son pendejos pero con carisma se pitorrearon de un auto mexicano y en consecuencia de la Nación. El señor Embajador montó en cólera y armó un zafarrancho (en ese momento me refugié en un bunker por aquello de otra guerra) y exigió una disculpa. El IMER, decidió “boicotear” a la BBC por lo que dejó de transmitir su programación (imaginar a tres rubicundos funcionarios de la BBC con el Jesús de la boca haciendo llamadas frenéticas para evitar tal desastre). El asunto devino en vodevil y para variar dividió a la Nación en dos bandos, los que consideraban que procedía un desagravio y exigían de jodido la Torre de Londres (la mayoría) y los que como un servidor (la minoría) considerábamos que el asunto no daba para nada más que enviar a un comando comandado por Fabiruchis y Bisogno en represalia.
Otra veta del nacionalismo se relaciona con lo que los gringos llama “wishful thinking” que los académicos traducen como “pensamiento ilusorio” pero en mi diccionario personal se llama simplemente candor o ingenuidad. Cada cuatro años, la Nación entera corre a las tiendas o a los camellones se pone su playera de la selección y se dicen cosas como “ahora sí ésta es la buena”. Acto seguido suceden fenómenos muy curiosos, porque los mexicanos en formación de turba llenamos los bares, nos ponemos de pie ante un monitor de 24 pulgadas durante el himno y luego de la victoria sobre Angola, salimos a desmadrar monumentos en honor de los héroes que nos dieron Patria. Lo que sigue es predecible como un meteorito; llega el quinto partido y cualquiera que tenga una lucidez superior a la de un pisapapeles sabrá que es el adviento de una catástrofe, que ocurre noventa minutos después. En ese momento nuevamente las cosas se desgobiernan y se busca la dotación de huevos y jitomates para ir a recibir a los seleccionados que “no se entregaron por su país”
Se entiende poco que es caso por caso, que nadie es ni puede ser mejor o peor en función del lugar donde nació, pero así son las cosas; los tiempos de balcanización y ruptura están muy presentes y poco hay que hacer. Simplemente recordar a Einstein que dijo “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”, que en estos tiempos de pandemias es una verdad de a kilo.
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